Fotografías y textos por: Cynthia Benítez y Natalia Castrejón.
Que está desarreglado y mugroso.
Fuente: Diccionario del Español de México.
Fotografía: Mercado de Xochimilco, CDMX.
El almuerzo
La señora Altamirano cada mañana iba al mercado, cuando el sol apenas dejaba ver las siluetas entrecortadas. Su bolsa roja desteñida, con diversos agujeros tan pequeños como una moneda de peso, la acompañaba. Dentro sólo se escuchaba el tintineo de un monedero con letras maltrechas que decían “Un recuerdo de Catemaco”.
Entre los comerciantes se rumoreaba que era una bruja inepta, que en algún tiempo tuvo buena racha, pero, una vez hizo mal un amarre y provocó con un menjurje que el marido de Doña María falleciera. Cuentan que desde ese entonces no tenía dinero ni para comer y por eso pedía fiado a quien se dejara.
A mis ojos, su figura empequeñecida y con el cabello blanco (como el hielo donde mantengo fresco a los pollos), me resultaba inofensiva y me daban unas tremendas ganas de protegerla de las habladurías. Sin embargo, un resentimiento surgía para menguar la emoción. Recordaba que por estar de bondadoso regalándole algunas patitas, mi madre se dio cuenta y me reprendió con las tijeras; de ese regaño conservo la cicatriz de lo que fue un corte profundo en el muslo. Pero, en el fondo, sabía que nadie sentía empatía por ella, más que yo.
Como de costumbre, se dirigió a mi local. Aunque su compra se resumía a $15 de hígado verdoso, de ese que nadie compró en más de una semana. Con cautela, extraía dos brillantes monedas y me las entregaba. Lo que llamaba mi atención era que, pese a que no adquiriera nada más, su morral siempre lucía lleno.
Mi curiosidad se acrecentó cuando vi que dentro del bulto algo se revolvía. Al principio creí que fue mi imaginación, pero volvió a ocurrir. El movimiento me recordó las tripas tibias de los pollos. Me dio asco.
Mi repulsión se escondió cuando la señora de las tortillas gritó que su bebé desapareció. Fue en cuestión de segundos que hilé todo. Estaba seguro de que lo que se agitaba dentro del morral de la señora Altamirano era el recién nacido. Era una auténtica bruja.
Con celeridad empujé su escuálido cuerpo, al mismo tiempo que sujeté con mi mano izquierda la bolsa. Sin preverlo, la cabeza nevosa rebotó contra el tubo de un triciclo mal estacionado. Mientras que la sangre tenía las baldosas amarillentas del pasillo 13 del mercado, su almuerzo huyó de la prisión plástica. Por los puestos corrió un gato negro zarrapastroso.